No hay dolor más atroz que ser feliz
Para el Sol. Para Pina.
Para Miguel A. Avilés.
“Y si sentís tristeza
cuando mires para atrás
no te olvides que el camino
es pa’l que viene y pa’l que va”
La luna era de octubre, de seguro fue bella. Todas lo son. No puedo, por más que lo intento (en realidad eso no importa, por eso ni es cierto que me esfuerce tanto), recordar cómo o por qué (vivía en Nogales) estuve en Hermosillo ese día (creo era 1986, gracias Sylvia), ni supe cómo llegué, llegamos, Pina y yo al Auditorio (en ruletero, supongo, y tampoco importa), pero allí estábamos, casi puntuales, y desde luego después de muchos que llegaron antes; eso lo supimos cuando entramos y todo estaba lleno, los conocidos, los desconocidos, allí: sentados, sentándose, buscando asiento; no había ni un solo lugar vacío así que nosotras nos apoderamos de un pedazo de escalón, decisión excelente porque con sólo unos 10 minutos sentadas allí alguien comenzó a sacar sillas y a ponerlas hasta adelante, enfrente de la que hasta entonces había sido primera fila y por supuesto Pina y yo allá fuimos a sentarnos en esa privilegiada posición, no lo creíamos, ya éramos dichosas por estar sentadas en los escalones, no suponíamos que la fortuna nos besaría esa noche más, mucho más.
Allí estábamos, entonces, dos afortunadas y jóvenes mujeres (alocadas e ¿ingenuas?, expectantes, gozosas): en primerísima primera fila, pegadas al escenario, a menos de medio metro, podíamos incluso recargarnos en él, tal vez lo hicimos (“Cierto es que hay muchas cosas / que se pueden olvidar, / pero algunas son olvidos / y otras son cosas nomás.”), Pina llevó una grabadora de reportero, nunca supe si grabó el concierto, pero su grabadora allí estaba, en el piso del foro junto con otras más, incluso alguien nos pidió voltear casete al terminar de grabar un lado.
Qué músicos lo acompañaron, lamento no recordar, ni la ropa que yo traía, ni mi peinado, pero sí lo recuerdo a él, vestido de negro, con su negro cabello untado hacia atrás, lloré cuando apareció en el escenario, tan, tan cerca… No sé con qué melodía inició, ni cuál fue su cierre (creo que no importa, y aunque podría inventarme ese recuerdo, no quiero). Cantó, claro (o tal vez no, qué importa), sus milongas, coplas, zambas, “El violín de Becho”, “Mariposa negra”, “Qué pena”, “Guitarra negra”, “Pál que se va”, “Stéfanie”, “Adagio”, “Nene patudo”… Tan cerca estuvimos que recibimos una petición inusitada del cantante, quien mirando hacia nosotras, divertido nos dijo: ¡aplaudan!, porque Pina y yo, con la boca abierta (así me gusta imaginarnos), no acertábamos a palmotear nuestra aprobación como hacían todos.
Se despidió de nosotros, de Hermosillo, de Sonora, de México (ya antes, en dos ocasiones años atràs lo habìamos visto y oìdo cantar), nos dijo que regresaba a su tierra. Aquel fue un concierto… ¿qué palabras puedo utilizar para poder decir: lindo, emotivo, gratificante, grande? Tal vez ninguno de estos términos alcance. No alcanza.
Salimos todos inmersos en la nube de la satisfacción y no puedo entender, o sí –ahora que escribo esto de la nube- cómo es que me encontré sola, niña perdida siempre, y no sé cómo es que llegué a la casa de Pina, yo, incapaz de saber del norte y del sur (alguien debió llevarme, no recuerdo). Querida Doña Julia, su mamá, me alimentó como tantas veces hizo… recuerdo que comí hígado encebollado, tal vez lo tengo presente tan claramente porque no lo como mucho: al rato llegó Pina preocupada porque nos extraviamos en esa confusión feliz, te busqué por todas partes, tal vez dijo; no te encontré parece que yo dije; nos saludamos como sobrevivientes, exultantes. Ella llegaba con una sorpresa feliz: me trajo el Sol, dijo a mi oído, creo que allí, en esa ocasión, en la sala de la casa de los papás de Pina, supe que él sabía mi dirección en Cananea y agradecí saberlo, supe también la fecha de su cumpleaños, que es la de mi hermana, nunca lo olvidaré pensé. Yo traía un casete de 90 minutos, en el lado A: Ella Fitzgerald, lado B: Mongo Santamaría, casete que Humberto me regaló (Que pena / que no me duela / tu nombre ahora / Que pena / que no me duela / el dolor.), preciado para mí porque además traía la caligrafía peculiar de ese hombre que casi diez años después en una habitación nocturna murió sin luna, tan solo y dolorosamente. El casete se lo presté al Sol, como manifestación de lo maravillosa que la noche era, también gracias a su presencia.
El Sol nos invitó a cenar, salimos rumbo al centro y en la Serdán entramos a un lugar con mariachis (qué absurdo, sé que lo pensé), yo no cené, ellos pidieron brochetas y los tres carnívoros hablamos de los sentidos. El Sol defendió (Quien te querrá / pregunto quien serás / la que yo conocía / no ha existido jamás.) la postura de que el sentido del tacto, mientras yo afirmaba que la vista, Pina tal vez que el olfato… qué sentido nos haría más falta en caso de perderlo, el Sol argumentando que la piel es el contacto, la barrera y la posibilidad de estar inmersos en el mundo (qué de asuntos profundos hablan tres amigos cuando han oído un concierto entrañable, se alimentan de carne y se meten en un sitio con el mariachi desbocado). Años después leí un libro que se llama Diario de una esquizofrénica, quiero que sepas Sol, que lo cuando leía te di la razón porque pensé: hace más de diez años el Sol dijo algo muy parecido a ese infierno helado que es no estar aunque estemos.
Al salir de ese lugar, calientitos por el jolgorio de la música bravía, y aderezados con la charla tan sabrosa y la emoción, aún, del concierto ("Stéfanie, yo ayer estaba solo / y hoy también / pero en mi cama / ha quedado el perfume de tu piel.”), nos recibió como en un sueño malformado la mala noticia: en esa callecita donde el Sol estacionó su auto (un pick up, recuerdo, con ventanita en la ventana trasera) alguien, aprovechando las sombras y la soledad, forzó la ventanita ya mencionada y robó. (discúlpame Sol, que no recuerde si la caja de herramientas, si alguna otra cosa… lo que recuerdo con énfasis es que se llevaron también el casete que recién te había prestado.
Humberto.)
No puedo oír el nombre de Zitarrosa sin que a mi memoria lleguen como brisa, como suave caricia, el Sol, los días aquellos, Pina, Doña Julia, el tacto, Ella Fitzgerald, Mongo Santamaría, Humberto… ¿Antes o después de esa accidentada cena fuimos y caminamos en un parque, con grandes árboles y flores, Pina cortándolas y el Sol diciendo que no, que las flores se mueren si las cortamos?