miércoles, 27 de febrero de 2013

Santiago



Nuestra vida se sostiene con historias, la vida ya pasada es nuestro esqueleto, nuestros antepasados el andamiaje de lo que estamos construyendo o queremos construir.

“Resulta que los nietos se van haciendo

 más viejos que uno” S. R. G.



Nació en el Barrio de Cananea Vieja. En ese barrio ha vivido siempre.

Es un contador de leyendas, historias, y mitos del barrio más viejo de Cananea, Sonora, México.

Se llama Santiago Rojas Gracia, es mi padre. Nació en una casa de la Avenida Obregón, en 1933.


Dice que cuando él era niño, al final de la década de los treinta, en la Avenida Obregón, en  lo que aún ahora se conoce como “La Cuadra” (lo que nos hace preguntarnos si allí hubo caballos),  que es donde inicia el barrio al entrar por el cruce de vías hacia el oeste, la ahora tan transitada calle era un cerro pedregoso por donde no podían circular autos y había columpios y resbaladeros, y que él, de unos seis años pasó por atrás de un columpio donde una niña se paseaba y sin percatarse del peligro se colocó en la línea de fuego; el columpio al regresar a su posición luego de volar, le golpeó con el asiento de madera en la frente y él se desmayó…  Imagino la escena en un otoño ventoso y frío. Le pregunto que si de quien eran los juegos, cree que del ayuntamiento o tal vez de una iglesia que por allí estaba. Recuerda que a finales de los cuarenta aun estaban allí  cuando él iba a la primaria, la Esc. “Benito Juárez”

Cuenta de unos hermanos, dos, que vivían en una cueva,  a la altura de lo que hoy es el lado oeste de la cancha de basquetbol de Cananea Vieja. Los Queleles les decían, y que salían por las mañanas, sobre todo en los tiempos de frío (¡pobres! –dice), con la cara tiznada y los pelos parados porque atizaban en la cueva para medio calentarse, cocinar y sobrevivir. Luego, alguien ideó hacerle una perforación con un barreno al techo de  la cueva para que el humo tuviera por donde salir, lo que alivió un poco aquello que debió ser una existencia triste y ruda. No sabe cómo se llamaban ni de dónde llegaron, vivían de la caridad de los cananenses; tampoco sabe qué pasó con ellos, pero los recuerda y eso los rescata del total olvido. Destino de tantos pobladores de este pueblo, sobre todo los desamparados, habitantes de los barrios necesitados.



He visto muchos perros muertos, algunos ya pudriéndose.
Nunca, sin embargo, había visto cómo atropellan y muere un perro. Estábamos, como si una tarde oscurecida cualquiera fuera (eso era), mi padre, mi hija Mariana y yo, afuera, en un jardín o no sé cómo llamarlo de enfrente de la casa, antes de que empiece la calle. Oí el tronido antes que ver: al perro girando un poco como en cámara lenta, luego cayendo, rebotando en el cemento, mero enfrente de nuestras miradas, moviendo las patas y empezando a soltar toda su sangre. Debo confesar que casi me desmayo, vomito o no sé qué. Mariana quería salir y ver de cerca esa muerte, muchos niños sí corrieron a ver como aquel animal dejaba de serlo. Como si hubiera estado ensayado y aquello fuera sólo una representación, los niños más grandes después se lo llevaron, lo colocaron adentro de una bolsa y desapareció, alguien sacó una manguera y lavó la mancha que siguió corriendo, cada vez más diluida mancha roja y corredora…




Luego, Mariana ya dormida, sentados mi padre y yo en el porche, él me contó de una vez que estuvo por horas lavando la mancha de sangre de un compañero minero que murió. Me contó que estaban adentro de la mina y que el hombre que pronto moriría colocaba cargas de dinamita entre unas piedras, muy alto el espacio arriba suyo, y vacío. Una piedra cayó y le tiró el casco de seguridad… la segunda piedra lo mató, pequeña pero que cayó desde muy arriba… estaba solo y se desangró. Sus compañeros lo supieron o presintieron cuando llegó hasta ellos, que estaban muchos metros abajo, el hilo de sangre, mensaje que los hizo correr, llegar, avisar y sacar a aquel minero ya muerto. A mi papá le dieron la orden de lavar y lavar, hasta que no quedara rastro de aquello. Recordó otras cosas después. Cuando él cayó no sé cuántos pies (los mineros de aquí miden en pies), inconsciente a una especie de embudo donde se trituraba el material y cómo su salvación fue precisamente la sangre suya que corría y llegó hasta abajo del embudo avisando que no siguieran con el trabajo… Amo estar con mi padre y agradezco que él busque estar y hablar conmigo. Esto debió ser en un verano que nos permitió estar de noche afuera, sin frío.


La casa donde vivimos, la compró mi padre hace más de cincuenta años y ya era construcción vieja. Hay desde siempre una habitación en el subterráneo, que es de adobe, paredes gruesas y muy viejas. Una de las paredes tiene una ventana de unos 50 x 50 cm. Dice mi padre que por esa ventana se comunicaba la gente que vivió en esos cuartos, dos, con la gente que por afuera pasaba. Esa ventana da a un callejoncito que divide nuestra casa de la casa vecina,  pero cuando la casa vecina no existía, aquello era una calle o terreno baldío por la que pasaban todos los que deseaban ir de la Obregón al callejón Bravo, o acercarse a la profundidad del barrio. Vivió allí, dice mi padre, una persona a quien le decían o se apellidaba “Machichi”,  muy tomador, y a quien encontraron muerto en esa calle de paso que hoy es un callejoncito. Vivieron “Los Cubanos” hermana y hermano quienes también bebían mucho ¿Eran de Cuba? –le pregunto. No creo, dice… eran muy morenos, con el pelo chino. Muchas personas vivieron y murieron su desamparo y miseria en esos cuartos a principios del siglo veinte. Allí vivo yo, allí están mis libros y mi cama.

En un domingo cercano, lleno de anticipado otoño, en la sobremesa del desayuno, estamos mi papá y yo solos. Dice él, quien tal vez, algún día, lea esto, que una vez, su mamá, Doña Fita –mi abuela- le dijo que fuera al “Puerto de Guaymas” (frente al Parque Juárez, donde hoy está  Bancomer y donde estaba un mercado), una carnicería en la que trabajaba Miguel, “Maike” (¿Mike?), hermano de mi papá a traer una docena de huevos porque no tenían nada que comer… que a mi padre le parecía lejísimos y trayecto peligroso porque nevaba y había hielo y mucho frío.

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Dice que fue y mi tío Maike le dio los huevos (cargados a su cuenta, claro, considera necesario aclarar mi padre) y allí viene él con una bolsa de papel (no había de plástico, entonces, me dice), temblando y sintiéndose un héroe que trae alimentos a su familia. Ya casi para llegar al barrio (Cananea Vieja que se llamaba y aún se llama este barrio), al dar una vuelta, el agua, las suelas gastadas de sus zapatos y el hielo propiciaron una caída rápida y desastrosa. Levantó su humanidad del suelo, sin haber soltado nunca  la bolsa y se fue con ella aferrada, llorando –cree, a su casa.

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Sólo dos huevos lograron salvarse del golpazo.


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Le pregunto cuántos años tenía… piensa y dice, mientras saca cuentas: aún vivía mi apá… mmm, unos 9 años (yo a mi vez calculo… mmm, 1942).


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Que si lo regañaron o castigaron, pregunto y dice que no, que se le consideró por las condiciones climáticas.



Sonríe.




A mi padre le gusta mucho contarme. De su vida.



Me contó que por allá por 1943, él, junto a otro amigo, Erasmo Cota,  aproximadamente de su edad, tenían la encomienda dada no sé por quién, de abrir las válvulas del agua de unos hidrantes o algo parecido que estaban uno a cada lado del inicio de la calle, muy angosta, a unos pasos después de cruzar el puente, entrando así a Cananea Vieja. La calle del Puente.

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La callecita, en ese tiempo de terracería, tenía a ambos costados -¿márgenes, orillas?- casas, la mayoría de madera. En donde actualmente están las banquetas había zanjas, construidas para que el agua de las lluvias corriera por ellas y no inundara las casas. Entonces era así, a determinada hora vespertina, mi papá y ese otro niño, abrían cada uno la válvula que le correspondía y los potentes chorros brotaban y llegaban de un lado a otro de la calle e inundaban cada zanja contraria, formando otro puente, éste de agua… ¿y para qué hacían tal cosa? Le pregunto asombrada. Y él, azorado, luego de mirarme buscando en mi rostro la respuesta, dice: para limpiar las zanjas, se acumulaba basura, papeles, piedras a todo lo largo de la calle que estaba y aún está en declive… Luego, casi sin transición a menos que así se llame el tiempo que se toma para mirar un poco alrededor suyo, aparentemente consultando las sombras de su pasado, pasa a decir que una vez, por aquellos mismos años o antes, sucedió algo que no vio pero un testigo presencial le contó.
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Muy noche. Estaba un hombre totalmente embriagado, sentado a la orilla de la zanja, con las piernas y los pies metidos en ella y otro hombre con quien tal vez discutía aunque no lo cree porque el briago estaba casi dormido, allí sentado, lo decapitó. La cabeza rodó desde el cuello del borracho hasta la zanja, mi padre piensa que la sangre corrió igual que el agua de la lluvia… tal vez.



Santiago es el séptimo de ocho hijos que les vivieron a Miguel Rojas Cruz y a Josefa Gracia Soto. Los hermanos mayores de mi padre fueron Manuel, Ramón, María,  Miguel, Tiburcio, Angela y el menor Juan Amado, en ese orden.


Cuenta que un día de juegos en ese barrio luchador y bravo, él aun muy niño, su hermano Tiburcio y José María “Nelo” Castro idearon una forma más de diversión y lo hicieron meterse a una llanta y lo llevaron no a una leve cuesta como era de suponerse, sino a la  cuesta que se forma desde la vía y hacia Cananea Vieja, cuesta que va a dar a la casa de Lauro Robles, por  la Segunda Oeste. Dice que lo aventaron y sí rodó pero en el trayecto se golpeó, aturdió y maltrató de tal forma que Don Miguel, su padre “dejó como santocristo al Bucho”, su hermano, dice y al otro no lo golpeó porque no era su hijo pero se enojó mucho.


Hay una escena que nunca se me borra (la tengo en la mente y en el corazón como si la hubiera visto en una película entrañable) y la enriquezco cada vez que le pido vuelva  a contarme de aquellos cruentos otoños y crueles inviernos en la Cananea de la primera mitad del siglo XX. Eran pobres, dice y muchos, así que dormían en un cuarto (Ave. Obregón, Cananea Vieja, casa donde vivieron mis abuelos y sus hijos nacieron al  llegar desde Douglas, AZ, en los años veinte); las paredes de madera llenas de orificios y ranuras dejaban pasar los fríos aires y por eso forraban las paredes con papel de periódicos, revistas, libros, lo que hubiera y durante el proceso del diario dormir, niños al fin, poníanse a jugar con lo que allí tenían: material de lectura. “¿Y dónde dice Popeye el marino?”  “¿Y El Mago maravilla?”, “¿ dónde dice Los Super Locos”?  ¿Tarzán?, ¿Dick Tracy?”… ¿Y dormían en camas? Le pregunto… -No, en el suelo y desde allí mirábamos las paredes ¿Y mis tías también dormían en el suelo? (creo que negando yo misma la posibilidad porque son mujeres, porque las recuerdo ya mujeres grandes, mamás)… Dice: también. Luego recapacita y dice tal vez en una cama -¿Y ustedes, tenían colchones? Sabe, no creo… Días duros.


¿Dónde dice ochenta años, dónde dice orfandad?


(Sin llorar, sin llorar…)


Josefa Isabel Rojas Molina

Cananea, Sonora, México

Octubre de 2012



Pd: Santiago Rojas Gracia, mi padre, falleció en la madrugada del   domingo 24 de febrero de 2013