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viernes, 15 de mayo de 2009

Un inevitable camino lleno de agua

“Que se me acabe la vida, / frente a una copa de vino
y que te diga el destino / que vas a vivir sin mí //
Que se me cierren los ojos / que fueron tu gran cariño
y que se sienta en tu pecho /de veras que ya me fui”
José Alfredo Jiménez

Considero que el destino es un inevitable camino lleno de agua, no hay para dónde hacerse. Por eso acepté aquel día, uno de aquellos, grises, morirme.

Así también acepté, antes, el amor que me llegó extraviado, tan raro y lleno de espinas que ni rosa parecía. Como si fuera inevitable muerte aquel amor de la mujer de otro.

Estábamos afuera del bar o la cantina, esas distinciones del lenguaje nunca me han interesado, Ugo, su mujer y yo (Ugo y yo. La mujer), pretendíamos decidir qué hacer, a dónde ir. En realidad no decidiendo nada, solo hablábamos, mirando la banqueta, las personas, los autos al pasar, ebrios los tres luego de horas en la oscuridad etílica del bar-cantina.

Alguien llegó, los miró fijamente, no a mí por cierto, y pretendió saber que sabía quién era esa pareja extravagante y bella… ustedes son cantantes, dijo entusiasmado, españoles, los he visto en la tele…

-Tás loco –dijo Ugo, sin conceder importancia al desastre que se nos venía encima. Ella rió y yo me puse alerta, algo iba a pasar y ellos no se daban cuenta, ese tipo traía adentro varias sustancias que lo pusieron en estado extraterrestre, casi sonreí al pensar esto último, pero la situación no estaba para risas.

-¡Si son, sí son! -decía el tipo violentándose y pidiendo tomarse una foto con ellos, que le cantaran una canción. Absurda petición de briago: ¡una, no sean mamones…!

De reojo vi cómo el rostro de Ugo, dejando atrás la impavidez, se transformaba en hastío. No sabe lo que yo sé de las calles, no está atento. Ella, su mujer, la que amo, no se da cuenta del peligro, continúa sonriendo, no entiende mi expresión de alarma.

-¡He comprado sus discos! ¡Cántenme una rola! –casi llorando y más enojado al percatarse de su debilidad drogada. (Después, mucho después dijimos, dijeron, hubiéramos cantado, sonreído para la foto, el alcohol nos destanteó, nos vimos lentos…)
Empiezan los jaloneos, hablan los amigos del extraterrestre, hablamos nosotros: ¡házte pá llá!, ¡cabrones ojetes!, ¡ya vete, cabrón!, ¡relamidos cursis!, ¡cálmate, no te embronques!, ¡vámonos! …

Hasta que todos, los mirones que se han ido acercando y nosotros tres, vemos cómo el exigente fan saca de la camisa, del pantalón, del corazón, de su bota izquierda ¿dónde es que la traía? una navaja, no muy grande pero sí navaja. La gente grita, se mueven, peces y algas en una pecera turbia moviéndose a nuestro alrededor.

Ugo protege con un abrazo a su mujer, aquella a la que amo. Todos olfatean la inminente violencia, excitados se anticipan al olor de la sangre, al sonido de los golpes. El destino se acerca. Nunca se ha ido.

Me planteo el por qué y decido que a mí me toca.

Morir.
En esta noche clara de inquietos luceros. Porque lo que yo la quiero se lo vengo a decir atravesando mi cuerpo en el filo que se lanza hacia ellos…. ¡Quítate, buey!
Sólo es un rozón pero ha bastado
Para que policías, para que los amigos del heridor
Para que corramos
Para subirnos a un taxi
Para oír cómo el dueño de la navaja grita: ¡se deben a su público, pendejetes! ¡no compren sus discos! – grito dirigido a los demás, a todos los que, como nosotros, ni idea tienen, tenemos, de con quién ha confundido a Ugo, a su mujer…

Ella en cambio, esa noche no confundió nada. Pasamos en el taxi a dejar a Ugo y nos fuimos al hotel. Evodio, ojos de serpiente, me decía ella, en este pedazo de tiempo te pertenezco. El destino es un camino lleno de agua. No me tocaba morir.

Inevitable.
.

martes, 20 de noviembre de 2007

Nieveoscura

“Muchas veces el invierno / me ató desde el pasado

la soga del recuerdo / y yo siempre me he soltado

como un potro mal domado...”

Tango: “Qué me van a hablar de amor”


Para Omar G. G.




Los conocí no sé cuándo, no sé cómo, ni en dónde. A pesar de toda esta ignorancia actual, en aquellos días apreciaba mucho su compañía y los buscaba constantemente. Por lo mismo.
Intenté practicar las pocas dotes musicales que creí tener para encajar mejor en el ambiente de Ugo, pero no fue algo que disfrutara mucho, estaba errado en cuanto a tener dote alguna, sin embargo, lo que sí disfrutaba y como nada en esos días (fueron unos grises días), era estar con su mujer. Su mujer. Ella casi no hablaba, no conmigo, pero siempre me daba tranquilidad compartir con ella el espacio. Con su voz, su respirar. Con sus ojos aunque nunca me mirara me aplacaba como si yo fuera un animal (eso era yo en aquellos, ya lo dije, grises días). Cuando llegaba a visitarlos, a visitarla, invariablemente me decía sonriendo: Evodio, bienvenido, ¿quieres café? Siempre dije que sí. Aunque el café no me gustaba, ni me gusta. Sólo a veces lo tomo para recordar el roce caliente de sus dedos cuando me entregaba la taza.
Ha pasado mucho tiempo. No he vuelto a verlos. Dicen que se separaron, que ella vive en Tijuana, dicen que él murió en Jalapa, dicen tantas cosas que no sé. Eso no importa. Por aquí estuvieron hace no sé cuántos años. Y los conocí. Eso es lo importante, por lo menos para mí.
Un día de invierno. Recuerdo que era invierno porque nevaba copiosamente hacía ya más de una hora, estábamos en la casa que Ugo y su mujer rentaban, refugiados en el calor que nos daba una estufa de leña, comiendo duraznos en conserva. No lo olvido, porque ella decía con placer evidente qué delicia en cada mordida que daba y porque después recortó un poema de no sé dónde para regalarme, el poema habla de... aquí lo tengo, bien guardado en la memoria:
“Encajar los dientes, apretar / recoger con la lengua / el jugo que se viene / el aroma que se vierte / la textura, acidez, el dulzor de aquel durazno / mordido en dónde / comido cuándo...”
Igual puedo equivocarme y tal vez el poema no dijera eso. Estábamos, digo, en casa de ellos cuando a Ugo se le ocurrió que tenía hambre, ya basta de tanto almibaramiento, comamos algo chino, así dijo, y rápido sugirió, vayan ustedes dos, yo los espero. Nunca habíamos salidos solos, pero a ella pareció no importarle la novedad, tomó su bufanda, chamarra y rápido estuvimos fuera. Fuimos en mi auto, dificultosamente nos movíamos por las calles lodosas, admirando la blancura en las aceras, la perplejidad de los pocos caminantes, el mundo transformado en nieve; pregunté a dónde y ella, metida en esa extraña calma en la que habitaba, dijo sonriendo vamos al hotel, porque yo vivía en un hotel (lo del hotel sólo interesa para dar un contexto de lo que pasó). Fingí, no permití que me brincara a los ojos la sorpresa, o a la voz el contento por esa petición inusitada y obedecí.
Pero Ugo siempre estuvo allí, nos miró desde el espejo cuando de pie nos desvestimos y yo miré por fin su piel y su cabello, parecía un racimo de uvas, una lechuga ardiendo, no sé qué parecía, mis manos me decían, querían explicarlo, y era más de lo que yo había nunca imaginado, así como la nieve negra que se ve en las noches de invierno, cuando creemos soñar. Ugo se asomaba por entre las cortinas cuando ella se transformó en ola y me cubrió, para siempre, he de reconocerlo. Lo descubrí en la oscuridad del baño, con los ojos llenos de luz cuando me deshice y me convertí en astillas penetrando las múltiples hojas de esa mujer árbol y libro. Aunque en realidad tal vez no estaba, él se quedó ensayando con su clarinete y comiéndose el resto de los duraznos.
Ya era muy tarde cuando por fin regresamos. Ugo no preguntó por la comida, dijo hola, cómo les fue, dijimos bien, creo que eso dije, ella sólo lo besó y ambos me miraron. Con amor, aún no puedo creerlo. Muchos meses me cuestioné por qué yo, por qué a mí. ¿Qué me hicieron? ¿Para qué? Mientras aturdido iba por la vida preguntándome, permitía que ella me llevara y me trajera de la mano por el mundo caótico de su pulcra geografía y me perdí en los pensamientos de ser usado, en el bosque, y soy cogido, manejado, y naufragué en los mares de la manipulación, y fui pirata amado mientras se suponía que vivía, y trabajaba para sobrevivir (días grises aquellos). Meses de permitir que mi ofrenda de amor fuera un espectáculo, porque, y esto sí que no lo imaginé, Ugo allí estuvo. Todas las veces.
Ahora ya no pregunto nada, sólo me acongoja el no saber por qué después de tantos años su aroma aún está en esta bufanda negra que una vez dejó en mi cama. Sólo me confunde el porqué tengo que mirar debajo de la cama, cerrar todas las puertas y asomarme a la ventana cuando una mujer, otra, entra a este cuarto. Solamente esta sensación de títere con los hilos rotos me corta la vida. Sólo a veces, como ahora, me pregunto qué fui en sus manos, quién fui en los ojos que tantas veces me miraron ahogarme en la nieve oscura del aquel cuerpo.


(De Evodio, el diario)

martes, 16 de octubre de 2007

Lunar

Esta es la tercera vez y espero que pueda ser la última. Que hablo de la mujer de Ugo.

En realidad no hablaré de ella, sino de Ugo o de aquel otro.

Una dramática luna parecía mirarnos; nunca he sido dado a pensar en cursilerías de esas, pero no pude evitar ver cómo la luna competía con la luz de su rostro; hasta pudiera inventar que era octubre. Pero no lo haré, no sé qué mes era, sé que no hacía frío aún, así que tal vez era agosto, o septiembre.

No. Hablaré, creo, de mí.

Cuando llegué al lugar de la reunión, una bodega mal ventilada pero con enormes ventanas que permitían a la luz lunar desempolvarse, Ugo y su mujer estaban sentados solos. Fingí no verlos, no evidenciar la maravilla que me asfixiaba en su presencia, pero ella me vio. “Evodio”, llamó, envueltas sus palabras en felicidad melosa que me pareció genuina.

Abeja, fui.

Nada más sentarme llegó Iselda e invitó a Ugo a bailar. Me quedé con su mujer; ella, sonriente, me explicó entonces la diferencia entre bailar, danzar y bailotear. Evidentemente y según lo que pude entender, Ugo no hacía ninguna de estas tres actividades. Reímos ambos y vi todo lo luna que ella era.

Ella me dijo que tenían rato de haber llegado, casi me regañó por tardarme, halagado le respondí que ni pensaba ir. Volteó a verme como si hubiera hecho una declaración descabellada, luego sonrió, acarició mi nariz. Mientes, susurró.

Pasaron dos o tres horas de música, tragos y baile, saludos de quienes llegaban y adioses breves de los pocos que se iban. En realidad a ella la saludaban, a mí me aguantaban solamente, nunca he sido amiguero. Ni de fiestas, fui solo por ella. A medianoche llegó Salvador, aquel actor que vivía en una casa de huéspedes cercana a la línea y sin preguntar si podía se sentó con nosotros.

Ugo se lo tomó muy bien, hasta se mostró obsequioso y elogió el teatro callejero actividad de aquellos días de Salvador. Igual Ugo no estuvo mucho con nosotros, iba y venía, se sentaba, besaba su mujer, me palmeaba cariñosamente y bailaba con las mujeres de otros. Yo apenas hablé, y eso por decir algo, en realidad no hablé lo que se dice nada.

Ugo conversaba en una mesa lejana. En la mesa éramos tres y sólo dos contaban; vi cómo Salvador ofrecía algo. Ella se inclinó hacia él y al parecer respondió sí, aunque apenas escuché que dijo: pero afuera. Se levantaron y ella sólo con ojos llenos de luna me miró sin decir ni con su gesto nada.

Los vi salir y cuando calculé que ya habían bajado la escalera, me puse de pie y salí también. No iba siguiéndolos, No quería espiar. Pero tuve en mi cuerpo el caminar sigiloso del que no desea ser notado, del que acecha. Al salir a la calle caminé unos pasos y me detuve en el primer poste; protegido por la oscuridad la busqué para cuidarla, me dije, y los vi, estaban a unos 20 metros, hablando de cerca, él tenía algo en sus manos, lo encendió. Fumaban y lo hacían con la procura del que no desea ser visto –qué equivocación la mía, supe después. Luego de hacerlo, Salvador le dijo algo al oído mientras repasaba su cabello lunar con una mano hasta llegar a la cintura.

El relampagueo en el vientre que sentí no se debió, quiero creerlo, a esa mano que ahora estaba aposentada en su trasero, sino al descubrimiento de aquellos sus ojos fijos en mí: ella me veía mientras Salvador tocaba ahora sus senos y metía después la mano entre sus piernas. Ella con los ojos muy abiertos me miraba encadenándome, obligándome a no moverme. Sentí llorarme entero, mientras mi cuerpo palpitaba al mismo tiempo que el de ella.

Quise entonces renunciar de aquella escena, decir no actúo, no me sé el papel, y al voltear para huir, lo vi. Ugo estaba de pie en el quicio de la puerta del salón.

La mirada verde ilumina su rostro mientras ve cómo el amante de su mujer mira a Salvador tocarla y a ella estremecerse con los ojos muy abiertos. Vaciando su mirada en ellos, en ambos que la miran.

Me quedé pero juré que nunca más los buscaría. Que el estar sin su cabello y sin su aroma no podría ser peor que estar adentro de ella desde afuera.

Mentí en mi juramento y aprendí que existir en esa mujer ajena era lo menos malo de aquellos, grises días.

Era octubre, por qué no.



(De “Evodio, el diario”)

martes, 12 de diciembre de 2006

Explicación


“Como si la mitad repentina de su rostro cubierto por la cabellera negra se hubiera trasladado caliente debajo de mi ombligo. Ven, me dijo su media mirada.


Y fui.”


De Evodio, el Diario

lunes, 25 de septiembre de 2006

(Evodio en la nieve con la mujer de Ugo)

“Insistió en llegar a comprar nieve… Pero si está nevando, dije débilmente… No importa, allí está abierto, vamos, a Ugo le gusta mucho. Vendían en recipientes individuales, salimos de allí con tres.
Antes de llegar, oímos el sax. Las notas desgarraban la mañana como intentaba hacer el sol. Entramos al calorcito del departamento, ella con su alegría desconcertante, yo sin saber, como nunca supe, qué hacer, qué decir. Te trajimos nieve, amor… Veo cómo Ugo se levanta, pone el sax en el atril, me da su mano cálida y su afecto… y besa a su mujer, la que pasó la noche conmigo, la que se sienta sobre la cama a comer nieve y nos invita a que lo hagamos también, mientras se quita de encima el abrigo, el gorro, la bufanda, los guantes…
Ellos se convidan cucharaditas de sus vasos, luego se lamen uno al otro, una gotita aquí, otra más allá, hasta que se olvidan de la nieve y se pierden en los besos, largos, húmedos, calientes y las manos… Cuando empiezan a desvestirse, me convenzo de que olvidaron mi presencia y empiezo a escurrirme hacia fuera. Me acuclillo en el suelo nevado, como perro con sarna y solo. Helándome y sin sentir.

Me comí la desconsolada nieve que yo mismo escogí con pedacitos de nuez melancólica, sus lágrimas me supieron más tristes que el olor salado del saxofón cuando llegamos…”

De Evodio, el diario

lunes, 11 de septiembre de 2006

(Evodio mira a las mujeres bailar sobre el polvo)


"Las mujeres se descalzan y yo tiemblo. El polvo rodea sus dedos, acaricia los poros sudorosos y los cubre.
Ellas bailan desaforadamente, con pasos ebrios entre la polvareda y yo ansío, con burbujas anhelantes en la saliva, lamer sus uñas, recoger de entre los dedos la textura lodosa del polvo y el sudor mezclados con el baile…"

De Evodio, el diario