viernes, 31 de agosto de 2007

"Cuatro cosas hay siempre insatisfechas,
nunca contentas desde que en el mundo hay rocío:
las fauces del cocodrilo, el hambre del milano,
las manos del mono y los ojos del hombre."


Proverbio de la jungla, en Los perros rojos / El ankus del rey, de Rudyard Kipling

jueves, 30 de agosto de 2007

Cartita para el que se la quiera poner (como si fuera bufanda, un arete, un lunarcito, algo que no pese, que no estorbe...)

Agridulce sol

Que las ilusiones permiten que nos levantemos y dejemos de llorar, dice mi amiga Pina. Tal vez.
¿Dónde las venden? ¿Quién las regala? ¿Cómo se fabrican?... ¿lo sabes?
Supongo que se necesita soltar un poquito estas amarras… terrestres (mira, eso lo dijo Abigael, muerto querido, dónde se me aparece). Porque con los pies tan pegosteados en el lodoso camino no se puede pretender ni una ilusión, a menos que sea muy pequeña.

Además, estoy comiendo un membrillo, un sabroso fruto amarillo, agridulce y tierno. ¿Qué estarás haciendo? Me pregunto. La última mordida que le ofrezco al que fue membrillo (aún lo es mientras lo recuerde y lo nombre, dicen) me responde que no lo sabré… tal vez nunca.

Recibe un beso con sabor a sol ácido.

martes, 28 de agosto de 2007

Nada

Todo tan redondo
espina

vueltas
rondas infantiles
agarrados de las manos
de los pies
hastiados
del mareo y de la náusea
acumulados
en todos estos círculos
rodeos circunvoluciones
para pisar de nuevo
sobre la huella en el lodo
circular
que nos rodea

sábado, 25 de agosto de 2007

Tiempos:

1

Se encaja entre la saliva el olor
las manos resbalan y se llenan de congoja
atorándose en los nudos

2

Abro los ojos
sin culpa
mientras muerdo las almohadas
en lo oscuro del silencio sucio

3

La vereda sigue siendo
piel para afilar los dientes
y precipitarme entre gemidos
al olvido

4

Tironeando de tu nombre
que me tira y que me salva
me voy rumiando
mi hùmeda
venganza

lunes, 20 de agosto de 2007

Época de lluvias

Empezaste a morir desde hace ya dos meses. Así estás ahora, tirado sobre el sillón polvoso, ocupado en la cada vez más difícil tarea de espantarte el miedo y las moscas.

En un principio fue lento, la muerte no se te veía, pero hoy está presente en cada uno de tus gestos.

Que te estás muriendo se ve claramente cuando te despatarras en el preciso lugar en que estés cuando el dolor te golpea; y te quedas tendido, mientras que, por cuenta propia, tus huesos casi se sepultan en el lodo espeso. Cada vez es más frecuente tropezarse contigo en el jardín, bajo la madreselva llena de aromas; se te ve como a ella, amarillo y agónicamente apenas movido por el aire.

Tu morir se inició junto con las lluvias que este año se adelantaron y que, contra todos los buenos pronósticos, siguen prolongándose.

Ugo se molesta porque el tiempo se me va en mirarte a través de los cristales, con el agua al fondo: el telar hermoso de la lluvia que cae tras las ventanas y todo el día moja el aire, trayendo hasta nosotros el olor.

El olor me recuerda tu llegada hace quién sabe cuánto tiempo, después de aquellos fríos días de invierno en los que, también como en estos de verano, la lluvia llegaba mojándolo todo. Cuando llegaste al barrio, olías a tierra mojada.

Estabas ya viejo, o así lo recuerdo con esta memoria enturbiada por tanta equipata en la que ha nadado. Alguien te golpeó, parecía, y te refugiaste en la casa de madera podrida, vacía y a punto de caer. No creo que te acuerdes que un poco después de tu decisión de venirte a vivir con nosotros, la casa se cayó del todo; ahora ni el menor indicio queda de su ruinosa presencia.

Los niños te visitaban a menudo, llevando alimentos, agua; y cuando escampó te invitaron a salir al sol de nuevo; pero no, esperaste la lluvia nueva para dirigirte con pasos aún temblorosos a esta casa. Respetamos, todos, tu decisión. Menos Ugo, que al principio sintió celos cuando vio con cuánto comedimiento te atendí y recibí con los brazos abiertos, diciendo palabras tiernas, dándote mi compañía para aminorar tu frío. Pasaron meses antes de que Ugo aceptara e incluso aprendiera a quererte, haciendo de tu presencia casi una doméstica costumbre.

Hubiera sido tan grato que alguna vez aceptaras pasar a la casa, pero te aferraste al porche fresco, te acondicionaste el dormir en el sillón y te esmeraste en no darnos molestias. Nuestro empeño porque estuvieras dentro lo borraste cuando entre los dos, Ugo y yo, te metimos a rastras y cerramos la puerta: nos miraste divertido, pero te rehusaste a sentarte, sólo caminabas de un lado a otro, hasta que nos descuidamos y saliste por la ventana.

Por esta ventana te miro y creo que ya no tardas en morirte, aunque Ugo, disgustado, me repita que estoy conjurando la muerte de tanto mirarte y pensarla.

La única explicación a la conducta de Ugo es que no lo desea; claro que yo tampoco, pero él menos que nadie; pienso que ni los niños resentirán tanto como él tu ausencia.

Cuando ya no estés, no vendrán niños a esta casa y Ugo los extrañará en esas tardes huecas del otoño, cuando no tendrá otra cosa que hacer sino contar las hojas acumuladas en el patio, amontonarlas, patear los montones, contar de nuevo las hojas podridas y así sucesivamente hasta conformar los cerros de rutinas que son su única creación. Le harás falta cuando mueras.

No deja de llover y Ugo de nuevo ha retumbado desde la recámara que si qué tanto hago, que si qué hablo, que si con quién…

Y yo no hago nada sino mirar cómo te mueres y pensar qué haré cuando me asome por estos cristales y ya no estés sobre el sillón o dormido debajo del durazno; cuando lo único que haya qué ver sean las gotas rebotando en los techos y sobre las flores.

Ya te estás muriendo, apenas si respiras y cuando lo haces es una batalla que libras contra el aire húmedo. Casi no te mueves, sólo te encoges cada vez más. Parece que tienes frío. Los muertos se enfrían antes que los vivos, le digo a Ugo que se asoma y parece que algo va a responderme; abre la boca con enojo y la cierra percatándose de que no puede negarse a la certeza que ya le está corriendo desde los ojos. Prefiere atrincherarse de nuevo en la recámara.

¿Cuánto tiempo hace que te miro? Todavía llueve y la oscuridad dentro de poco no permitirá que de ti se vea más que la doliente silueta, cada vez más piedra silenciosa.

Ugo sigue llamándome. Iré a decírselo. Que ya no respiras y no te mueves; que te estás poniendo duro tras el cerrado telón de la lluvia tupida.

Sí, le diré que ya nunca volverá a oír tus ladridos.

jueves, 16 de agosto de 2007

Versiones del atardecer mojado

1
Fue la tarde una paloma desnudándose
y la lluvia dejándose venir
me recordó a tu lengua

2
Toda la tarde ha llovido
(la tarde no llueve:
es llovida
La lluvia atardece:
y es atardecida)

3
Yo te quemo y empapados
vemos toda la tarde
la lluvia
sobre el árbol de durazno

miércoles, 15 de agosto de 2007

Texto naufragado en una servilleta

No es envidia al pene, te equivocas
ni es dolor por tu voz calenturienta
ni alergia de tu sombra

No es un viento remolino
ni una caricia en lo profundo del ombligo
ni se siente, tampoco, un fuego fresco

No es, te juro, ese rasguño
ese metal caliente
esa dolencia en la memoria

Ni es la uña solitaria
ni es el pie, ni la barriga
ni lo perfecto, ni lo repetido
ni lo sincrónico
anacrónico
o diacrónico
ni el tiempo…

Ni lo es ese reloj marcando tus segundos
ni estas manchas
telarañas
arañas en la servilleta

No es el café y sus pesadeces
ni inventar palabras
ni decir las inventadas
ni pensar en el invento
ni inventar el pensamiento

No es la puerta que se abre
ni la ventana que se cierra
ni es salir bajar entrar subir
ni taza con estrellas
ni mango con hilachas
ni las conversaciones con descrédito
ni las potencias de las estaciones
ni el árbol sin las hojas
ni tu cuerpo desnudo y mono
rutinario

Monótono dormir del sentimiento…

jueves, 9 de agosto de 2007

Tendremos que desmenuzar el alba
con aullidos
si queremos encontrar caricias
tiradas al descuido en cualquier calle
solitaria
La soledad de nuevo

1
Terca

como reterco es quererte
frente a la imagen
en el espejo
roto
vuelto espinas.

2
La soledad
retercamente
se me viene
con las uñas rotas.

Raspa en el recuerdo.

lunes, 6 de agosto de 2007

Quejumbre

Toda mi vida he visto llover –escupiste, como si dijeras.
Y me redujiste a ser gusano de cebolla, apestoso y llorador*.

Aquí estoy ahora, de pie junto a la máquina que logré construir con tanto esfuerzo, con todos mis ahorros y desvelos, con todos los conocimientos que logré adquirir en las turbias noches de mi esperanza…

Pero si la lluvia que conseguí hacer caer sobre tu huerto no te conmovió, sólo una idea guía mi pensamiento: ¿qué tengo que hacer para que me quieras?

*No quiero detenerme en esto. No sé nada de gusanos, pero si acaso pudiera convertirme en uno en este momento, sería el más apestoso gusano de todos y estaría llorando. Entonces, de cebolla.

jueves, 2 de agosto de 2007

Pasó hace muchos años. Creo no habérselo contado a nadie y no sé por qué lo haré hoy.

Por razones de praxis doméstica, en esos tiempos yo dormía en la sala, en un sofá que tenía una mesita integrada, sobre la mesita siempre estaba mi máquina de escribir portátil y libros y hojas y basura… siempre leía y escribía hasta muy tarde y nada de esto importa es sólo para precisar el recuerdo, las circunstancias.

Era muy tarde, todas dormían, el barrio entero se sentía dormido, sólo algunos perros, lejanos, me hacían permanecer con sus ocasionales ladridos. Oí pasos que entraban por el camino de la privada en cuyo fondo estaba la casa en que vivíamos, podría decirse que hechas bola o hacinadas (pero no lo diré porque no era así) casi diez mujeres (ufff, eso de casi es sólo porque no recuerdo el número exacto). Cuando escuché las pisadas no me preocupé, creí que era algún vecino trasnochado que llegaba.

El sofá estaba pegado a la pared que daba al pasillo que recorría la privada. La pared tenía un gran ventanal enrejado, unos 3 x 3 metros, y oí que tocaban, creí que a la puerta y me levanté, imprudente, para abrir (a esas deshoras, todas dormidas) y recuerdo que abrí la puerta, me asomé y no había nadie… al regresar a lo que hacía antes de la interrupción, tocaron de nuevo y ahora sí localicé el sonido, era la ventana…

Quisiera saber si me puse de pie o si sólo me hinqué para recorrer la pesada cortina y saber quién era y a quién buscaba o que quería (no creo haber pensado todo eso, cuando un momento así llega, actuamos por impulso, mecánicamente)

Abrí, entonces, la cortina y allí estaba, subido a la reja, lo que ayudaba a que quedara a mi altura el hombre aquel. Se me mostraba con el pantalón y ropa interior bajada hasta las rodillas. El tiempo. Cuánto fue, no sé. Cerré la cortina y apagué la luz.

No se lo dije a nadie, y nunca se repitió.
No le vi el rostro, en realidad no vi nada, sólo abarqué la totalidad. Vi la acción y me sorprendió. No lo que vi o no vi. Aquel hombre subido a las rejas, aferrado a ellas, con riesgo de caer y lastimarse, empeñado en que yo le viera sus genitales, aún me pregunto si quería eso ¿Qué lo mirara? No lo miré ¿Qué gritara? No grité.

A veces, como ahora que, repito, no sé por qué lo cuento, me pregunto si conocí a aquel hombre, él sabía que yo estaba allí, pegada casi a la pared, despierta solitariamente a deshoras, él tal vez me conocía.

Me conmueve pensar si le angustió mi falta de respuesta.

De eso no puedo saber más.