Esta es la tercera vez y espero que pueda ser la última. Que hablo de la mujer de Ugo.
En realidad no hablaré de ella, sino de Ugo o de aquel otro.
Una dramática luna parecía mirarnos; nunca he sido dado a pensar en cursilerías de esas, pero no pude evitar ver cómo la luna competía con la luz de su rostro; hasta pudiera inventar que era octubre. Pero no lo haré, no sé qué mes era, sé que no hacía frío aún, así que tal vez era agosto, o septiembre.
No. Hablaré, creo, de mí.
Cuando llegué al lugar de la reunión, una bodega mal ventilada pero con enormes ventanas que permitían a la luz lunar desempolvarse, Ugo y su mujer estaban sentados solos. Fingí no verlos, no evidenciar la maravilla que me asfixiaba en su presencia, pero ella me vio. “Evodio”, llamó, envueltas sus palabras en felicidad melosa que me pareció genuina.
Abeja, fui.
Nada más sentarme llegó Iselda e invitó a Ugo a bailar. Me quedé con su mujer; ella, sonriente, me explicó entonces la diferencia entre bailar, danzar y bailotear. Evidentemente y según lo que pude entender, Ugo no hacía ninguna de estas tres actividades. Reímos ambos y vi todo lo luna que ella era.
Ella me dijo que tenían rato de haber llegado, casi me regañó por tardarme, halagado le respondí que ni pensaba ir. Volteó a verme como si hubiera hecho una declaración descabellada, luego sonrió, acarició mi nariz. Mientes, susurró.
Pasaron dos o tres horas de música, tragos y baile, saludos de quienes llegaban y adioses breves de los pocos que se iban. En realidad a ella la saludaban, a mí me aguantaban solamente, nunca he sido amiguero. Ni de fiestas, fui solo por ella. A medianoche llegó Salvador, aquel actor que vivía en una casa de huéspedes cercana a la línea y sin preguntar si podía se sentó con nosotros.
Ugo se lo tomó muy bien, hasta se mostró obsequioso y elogió el teatro callejero actividad de aquellos días de Salvador. Igual Ugo no estuvo mucho con nosotros, iba y venía, se sentaba, besaba su mujer, me palmeaba cariñosamente y bailaba con las mujeres de otros. Yo apenas hablé, y eso por decir algo, en realidad no hablé lo que se dice nada.
Ugo conversaba en una mesa lejana. En la mesa éramos tres y sólo dos contaban; vi cómo Salvador ofrecía algo. Ella se inclinó hacia él y al parecer respondió sí, aunque apenas escuché que dijo: pero afuera. Se levantaron y ella sólo con ojos llenos de luna me miró sin decir ni con su gesto nada.
Los vi salir y cuando calculé que ya habían bajado la escalera, me puse de pie y salí también. No iba siguiéndolos, No quería espiar. Pero tuve en mi cuerpo el caminar sigiloso del que no desea ser notado, del que acecha. Al salir a la calle caminé unos pasos y me detuve en el primer poste; protegido por la oscuridad la busqué para cuidarla, me dije, y los vi, estaban a unos 20 metros, hablando de cerca, él tenía algo en sus manos, lo encendió. Fumaban y lo hacían con la procura del que no desea ser visto –qué equivocación la mía, supe después. Luego de hacerlo, Salvador le dijo algo al oído mientras repasaba su cabello lunar con una mano hasta llegar a la cintura.
El relampagueo en el vientre que sentí no se debió, quiero creerlo, a esa mano que ahora estaba aposentada en su trasero, sino al descubrimiento de aquellos sus ojos fijos en mí: ella me veía mientras Salvador tocaba ahora sus senos y metía después la mano entre sus piernas. Ella con los ojos muy abiertos me miraba encadenándome, obligándome a no moverme. Sentí llorarme entero, mientras mi cuerpo palpitaba al mismo tiempo que el de ella.
Quise entonces renunciar de aquella escena, decir no actúo, no me sé el papel, y al voltear para huir, lo vi. Ugo estaba de pie en el quicio de la puerta del salón.
La mirada verde ilumina su rostro mientras ve cómo el amante de su mujer mira a Salvador tocarla y a ella estremecerse con los ojos muy abiertos. Vaciando su mirada en ellos, en ambos que la miran.
Me quedé pero juré que nunca más los buscaría. Que el estar sin su cabello y sin su aroma no podría ser peor que estar adentro de ella desde afuera.
Mentí en mi juramento y aprendí que existir en esa mujer ajena era lo menos malo de aquellos, grises días.
Era octubre, por qué no.
(De “Evodio, el diario”)
3 comentarios:
Si, ahora ya, cuando me pregunto como narrar una escena tórrida, y que quede tórrida verdaderamente. O sea que no quede arrastrada ni intencionada...ahora ya sé como es.
Maestra.
Jose, con el placer de siempre, acà me paseo por tus figuras y tus letras como si anduviera por mi casa, y es que invitas a leerte pero si bien suave.
gracias por abrir las puertas.
te dejo un abrazo de lluvia otoñal desde èste sureste verde y rebelde.
N A V O
Ajá. Sí, es cierto que es tórrida, como dice Buch. Pero con suavidad, como dice don anónimo, por eso me resultó tan... raro... Raro me gusta, raro no es mala cosa, raro es... mmmm... ¿poder mostrar una forma de expresar bien propia?
Es suave leerte, es cierto. Y la suavidad me gusta.
Besos, Jo. Y abrazos.
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