lunes, 31 de marzo de 2008

Súplica de la gota:

Estoy aprisionada
en este vaso
cadena transparente
que no permite que corra
cuando cae la lluvia


Ya déjame salir
es demasiado tiempo
sin mirar arroyos

viernes, 7 de marzo de 2008

El país de marzo
En la foto está una niña, de pie. Tendrá tal vez 5 años, no más. Pulcra, lleva un vestido sencillo, a cuadros, retocado en color verde, calcetines con discreto olán, zapatitos blancos algo puntiagudos, no mucho. En su cabeza cabello lacio oscuro, peinado en dos colitas algo paradas a los lados. Su expresión es peculiar, extraña, rara, difícil, no hay sinónimo que diga de lo que su cara expresa. Enojo, quizá. Mira un poco con la cabeza baja y sus ojos hacia arriba, sus labios carnosos están haciendo una mueca parecida a un puchero, parece que ya lloró.

Sin embargo no es eso lo que me detuvo en la foto, sino lo que atrás de la niña hay. Un pequeño librero de madera pintada de blanco. En el librero no hay libros, hay algunos juguetes, fotos (una de las fotos es de la misma niña, sentada en una andadera lo que hace pensar que la tomaron cuando apenas tenía cosa de un año). Y también hay revistas, de algunas se ve el título, son revistas de las llamadas “del corazón”.

Cuando éramos niñas, mi padre compró para nosotras, mi hermana y yo, una enciclopedia (Mi Amigo, creo). Suceso maravilloso que no describiré. Entre sus tomos traía uno de Literatura Universal, mitos, leyendas, cuentos, poemas, fragmentos de novelas y como regalo cuentos en edición de lujo y formato muy grande, Alicia en el país de las maravillas, las mil y una noches ¿y? (no recuerdo). Mi padre y su amoroso cuidado.

Puedo afirmar que lo que primero leí fue esa enciclopedia, una y otra vez, del principio al final y del final hacia ninguna parte. Intercalaba su lectura con las revistas, con las de monitos, “Alarma”, de vaqueros.
En Cananea no había bibliotecas (de lo que así se llamaba no hablaré) y librerías, al igual que ahora, sólo había puestos de publicaciones periódicas que se llamaban pomposamente así. En la secundaria y preparatoria solamente recuerdo haber leído en libros de texto fragmentos de los clásicos, literatura universal en trozos, rompecabezas de los grandes escritores (y fotonovelas “Rutas de pasión” donde me aficioné a los niños de tipo italiano, tan bellos, y a las historias de amor, a sufrir…)

Ya para terminar prepa alguien a quien amé fugazmente (porque sus “ojos verdes como la albahaca”) me regaló un libro, Leonorilda eleva el pensamiento a las alturas, de un pintor, Felipe Orlando, novela ganadora de un premio nacional… Sé, sé que nadie la ha leído (ni siquiera quien me la regaló, de pronto me percato), aunque en ella aparecían (aparecen si alguna vez vuelvo a ver mi ejemplar) personajes extravagantes y hasta entrañables, el viejo que hacía almanaques con tripa de gato para saber del clima, la poetisa de la bacinica de oro, la vía del tren, los vagones… aquel pueblo. Pasó tiempo, no mucho, y me topé con aquel otro libro: El país de octubre, de Ray Bradbury… cuánto lo disfruté, una y dos veces, tres, tal vez cuatro… no más. Lo tengo al alcance de mi mano, a ver si algún día puedo tirarme de cabeza al mundo aquel, de amantes que flotan en las alcantarillas, enanos en el tiempo del espejo.

Esto que cuento fue antes de la academia. Oh, la academia .

Continúa…