jueves, 27 de julio de 2006


Un verano interminablemente caliente.

Fueron las últimas vacaciones pasadas con sus primos, en California.
Lentas, amodorradas las mañanas; espaciosas comidas a media tarde con parientes, vecinos, gente buscando qué hacer sin mucho esfuerzo, un lugar y espacio donde vaciar ese tiempo que a veces, ya casi nunca, nos sobra.
Allí conoció a Leonel, luego de que como todas las tardes después de la extensa comida, los padres ahuyentaban a los hijos. Que se fueran lo más lejos posible, pero cuidadito, decían, en una inútil y rara vez escuchada advertencia.
Y ella recuerda que la casa de madera blanca de su tía había sido construida con escondites a granel que siempre les despertaban a manotazos las rojas ganas de jugar “¡a las escondidas!”, gritaba siempre alguien, se mencionaban las reglas, siempre las mismas, siempre diferentes, y el juego se desenrollaba como una alfombra roja por la que desfilaban gritos, sobresaltos, empujones, llantos, carcajadas silenciadas con algún pellizcón de los más fuertes y represores.
Aquel día. Ella lo recuerda como si de una película vista repetidamente se tratara. Todo como aquí lo he contado. Y como seguiré:
Corrieron a esconderse, ella no sabe cómo se le ocurrió meterse a aquel enorme ropero donde estaban colgadas algunas invernales prendas, detrás de ella entró Leonel, con su cabeza de león, sus garras y colmillos que imaginó despedazándola. Quiso salir, pero ya habían entrado 3, 4, 5, no sabe cuántos más, ni quiénes. Buscando borrar la incomodidad movieron piernas y brazos, las manos encontraron su cuerpo acurrucado atrás del olvidado invierno, quién la tocó primero, nunca lo sabrá, después lo hicieron todos. Las manos eran olas subiendo y frotando, lastimando alguna de ellas, con temor alguna otra.
Dijo no, dijo qué tienen, dijo suéltenme, dijo voy a gritar. Cuánto sería, diez ardorosos minutos solamente. Quizá más, ella no quería que la tocaran. Ella no deseaba que dejaran de acariciarla.
Susurros, alguien dijo ya me voy, otro dijo yo también. Salieron como gotas encandiladas hasta que sólo Leonel se quedó ocupando todo el espacio que ella no ocupaba. Leonel que la miraba en la oscuridad con los brillantes y felinos ojos. Leonel que se ocupaba de revisar para reconocer esa piel de ella que alguna vez había soñado, Leonel que bailaba alguna melodía flotando en el mar de los ahogados, Leonel besándola, a ella, a quien no había nadie besado. Un beso grande que le quitó la ropa que ya ardía, una lengua que entró en su cuerpo y aún ahora se mueve en su vientre cada vez que toca un abrigo…
(quiero continuar)

2 comentarios:

Anónimo dijo...

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Anónimo dijo...

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