martes, 29 de agosto de 2006

Placerío


Para el Sol
siempre un placer en la memoria

Cuando llueve, llovizna, nieva o graniza sobre los charcos turbios, los charquitos cristalinos, los arroyos revueltos, los hilos de agua transparentes, ¿qué es lo que se nos regala al contemplar el movimiento, la inquieta humedad, el vaivén, los remolinos y tanto líquido andar?: placer.
Igual pasa con algunos atardeceres dulces (de amaneceres no sé mucho, lo siento), anocheceres luminosos, charlas, contactos espirituales, cercanías carnales, caricias, toques, algún roce a la parte más secreta de otra persona, y también todo aquello que en algún momento solemos nombrar amor, aunque después le llamemos con palabras menos placenteras

Pero luego, a veces, uno no sabe qué hacer con tantos placeres oscuros, placeritos de arcoiris, placerotes grises o morados, redondos, espinosos, cuadrados, blandos... que ha acumulado en cajones, baúles antiguos, alacenas, cuartos fríos, cuartos oscuros, habitaciones acojinadas… placeres, placeres, los mínimos que se nos dan con las pequeñas cosas, una voz en el teléfono, alguna frase dicha en el momento adecuado, aquel aroma que nos da recuerdos, el durazno que comemos, el higo primero, la bellota dulce, el adiós bien dicho, los amigos

Y uno piensa si sería posible regalar. Y busca entonces saber el camino, reconocer las veredas, las señales de cómo el placer le llega a alguien, y elige, desenrolla uno pequeño por aquí, desenvuelve aquel más grande, despierta al que se había dormido. Y ya el placer desempolvado, se le da uno, dos, once placeres, grandes o pequeños a otra desprevenida y vulnerable persona...

Entonces no pasa, como uno había anticipado, que nuestros placeres disminuyan, no, el placer de dar es de los más voluminosos, llega y nos aplasta un rato, nos apabulla, engolosina, embadurna y va de nuevo, la sensación, placentera por cierto, de no saber qué hacer, dónde poner, cómo acomodar…

En ocasiones uno piensa si algunos placeres podrán tal vez deshacerse, desbaratarse, deshojarse, deshilarse… eliminar el placer que nos dio leer aquel libro, el exquisito de mirar aquellos ojos, cancelar los placeres chiquitos, o los demasiado grandes.
En la desesperación del atiborramiento de placeres, uno incluso idea la manera de intercambiar, y planea estrategias para lograr convencer a alguien de darnos un placer chiquito, esponjoso, a cambio de este grande, dulce y extravagante que tenemos por allí desde hace años... Llegaría, estoy segura, otro: el placer de conseguir lo que deseábamos...

Y este placer de las palabras dónde lo pongo que es tan grande que me ahoga, este placer que busco y encuentro de enhebrar una palabra con otra y otra más, hacer nudos, cadenas, escaleras, lianas, amarras, anclarme en una red llena de letras...

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