lunes, 20 de agosto de 2007

Época de lluvias

Empezaste a morir desde hace ya dos meses. Así estás ahora, tirado sobre el sillón polvoso, ocupado en la cada vez más difícil tarea de espantarte el miedo y las moscas.

En un principio fue lento, la muerte no se te veía, pero hoy está presente en cada uno de tus gestos.

Que te estás muriendo se ve claramente cuando te despatarras en el preciso lugar en que estés cuando el dolor te golpea; y te quedas tendido, mientras que, por cuenta propia, tus huesos casi se sepultan en el lodo espeso. Cada vez es más frecuente tropezarse contigo en el jardín, bajo la madreselva llena de aromas; se te ve como a ella, amarillo y agónicamente apenas movido por el aire.

Tu morir se inició junto con las lluvias que este año se adelantaron y que, contra todos los buenos pronósticos, siguen prolongándose.

Ugo se molesta porque el tiempo se me va en mirarte a través de los cristales, con el agua al fondo: el telar hermoso de la lluvia que cae tras las ventanas y todo el día moja el aire, trayendo hasta nosotros el olor.

El olor me recuerda tu llegada hace quién sabe cuánto tiempo, después de aquellos fríos días de invierno en los que, también como en estos de verano, la lluvia llegaba mojándolo todo. Cuando llegaste al barrio, olías a tierra mojada.

Estabas ya viejo, o así lo recuerdo con esta memoria enturbiada por tanta equipata en la que ha nadado. Alguien te golpeó, parecía, y te refugiaste en la casa de madera podrida, vacía y a punto de caer. No creo que te acuerdes que un poco después de tu decisión de venirte a vivir con nosotros, la casa se cayó del todo; ahora ni el menor indicio queda de su ruinosa presencia.

Los niños te visitaban a menudo, llevando alimentos, agua; y cuando escampó te invitaron a salir al sol de nuevo; pero no, esperaste la lluvia nueva para dirigirte con pasos aún temblorosos a esta casa. Respetamos, todos, tu decisión. Menos Ugo, que al principio sintió celos cuando vio con cuánto comedimiento te atendí y recibí con los brazos abiertos, diciendo palabras tiernas, dándote mi compañía para aminorar tu frío. Pasaron meses antes de que Ugo aceptara e incluso aprendiera a quererte, haciendo de tu presencia casi una doméstica costumbre.

Hubiera sido tan grato que alguna vez aceptaras pasar a la casa, pero te aferraste al porche fresco, te acondicionaste el dormir en el sillón y te esmeraste en no darnos molestias. Nuestro empeño porque estuvieras dentro lo borraste cuando entre los dos, Ugo y yo, te metimos a rastras y cerramos la puerta: nos miraste divertido, pero te rehusaste a sentarte, sólo caminabas de un lado a otro, hasta que nos descuidamos y saliste por la ventana.

Por esta ventana te miro y creo que ya no tardas en morirte, aunque Ugo, disgustado, me repita que estoy conjurando la muerte de tanto mirarte y pensarla.

La única explicación a la conducta de Ugo es que no lo desea; claro que yo tampoco, pero él menos que nadie; pienso que ni los niños resentirán tanto como él tu ausencia.

Cuando ya no estés, no vendrán niños a esta casa y Ugo los extrañará en esas tardes huecas del otoño, cuando no tendrá otra cosa que hacer sino contar las hojas acumuladas en el patio, amontonarlas, patear los montones, contar de nuevo las hojas podridas y así sucesivamente hasta conformar los cerros de rutinas que son su única creación. Le harás falta cuando mueras.

No deja de llover y Ugo de nuevo ha retumbado desde la recámara que si qué tanto hago, que si qué hablo, que si con quién…

Y yo no hago nada sino mirar cómo te mueres y pensar qué haré cuando me asome por estos cristales y ya no estés sobre el sillón o dormido debajo del durazno; cuando lo único que haya qué ver sean las gotas rebotando en los techos y sobre las flores.

Ya te estás muriendo, apenas si respiras y cuando lo haces es una batalla que libras contra el aire húmedo. Casi no te mueves, sólo te encoges cada vez más. Parece que tienes frío. Los muertos se enfrían antes que los vivos, le digo a Ugo que se asoma y parece que algo va a responderme; abre la boca con enojo y la cierra percatándose de que no puede negarse a la certeza que ya le está corriendo desde los ojos. Prefiere atrincherarse de nuevo en la recámara.

¿Cuánto tiempo hace que te miro? Todavía llueve y la oscuridad dentro de poco no permitirá que de ti se vea más que la doliente silueta, cada vez más piedra silenciosa.

Ugo sigue llamándome. Iré a decírselo. Que ya no respiras y no te mueves; que te estás poniendo duro tras el cerrado telón de la lluvia tupida.

Sí, le diré que ya nunca volverá a oír tus ladridos.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Mmmm...

Anónimo dijo...

¡qué lindo!.
Y -como diría Julio en Cartas a Mamá-... ahora, ¿cómo vamos a decirselo a Ugo?

Anónimo dijo...

Absolutamente espectacular, enternecedor, duro, dulce y de todo.
Me descubro.

jose fá dijo...

este es un cuento para mi hijo, Santiago, y para el que fue el "Cartufo"

Anónimo dijo...

Pues este cuento para tu hijo quedó bellísimo.

Sentí el guiño cómplice que hace el perruno ese al sentir que va a morir. Qué precioso!

Y me dejó muda.

Ando bastante silenciosa últimamente, además.