viernes, 9 de junio de 2006


Imagen de Dionisio
A Javier


Lo que atrajo mi mirada fue el charco amarillento abajo de las sillas. Con la atención ya despierta, percibí el olor. Sobre la silla dormía, lo más fetalmente posible, dado lo precario del soporte, aquel hombre. Pequeño y ebrio, oscuro y orinado.
Aquel era un lugar extraño, por decir lo menos, que lo más sería afirmar que parecía una cantina, parecía un edificio abandonado, parecía una cueva, una escenografía mal hecha, un burdel, pero no era nada de esto, era un centro cultural de raro nombre y era también todo lo demás. Chavela Vargas cantaba escondida desde alguna bocina en alguna esquina que no pude localizar. Flotábamos en una discusión lenta encharcada en conceptos alcoholizados que pretendían ser intelectuales, los peores.

Luego, el hombre despertó.

Hablamos de dios. O con él. Por lo menos Dionisio eso me dijo. Y escuché. Casi creo recordar que dios le respondía.
Dionisio, que así se llamaba el hombre, o que así no se llamaba, mantenía una diaria comunicación con el divino. Eran consultas recíprocas, me platicaba. Confieso haberle creído siempre. Así como mantuve siempre la boca abierta a la espera de las gotas de aquella poesía de la que él bebía. Casi logré, si no ver a dios, saludarlo de lejecitos o conversar con él, aficionarme al estado expectante de Dionisio. Sin embargo, él lo encontró antes que yo, en el filo de la banqueta de una calle fronteriza, que pegó en su nuca y lo dejó mudo para siempre.

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